lunes, 8 de diciembre de 2008

Ensayo: "La incertidumbre”

Autor: Basile Leandro Martín

Introducción

El siguiente ensayo tiene como disparador una idea que atravesó mi conciencia hace ya varios años: la incertidumbre. Esta duda interna que encontró su auge en mi adolescencia no solo marcó para siempre mi manera de percibir el mundo sino que también se transformó en una fuente inagotable de reflexión acerca de cómo el ser humano se relaciona y lucha con ella.

Desde muy chico creí tener la solución a todo. Con infatigables “¿Por qué?” perseguía a mi madre por toda la casa. Mi sed de conocimiento se había desatado, ¡necesitaba saberlo todo! Sin embargo, poco antes de terminar mis estudios secundarios el germen descartiano entró en mis venas y como un castillo de naipes todas mis seguridades se fueron desplomando…

Ensayo

“La gran mayoría no quiere la libertad, le teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poquito la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades”
Ernesto Sabato

“La fe comienza precisamente donde acaba la razón”
Kierkegaard

Comencemos con la siguiente pregunta: ¿Por qué todas las personas tienden a buscar respuestas para todo? Cuando se escucha a alguien explicar sus razones sobre una acción propia se observa una tendencia constante a llenar todos los vacíos lógicos, por más profundos que sean. Esta tendencia, que funciona como una atracción gravitatoria hacia la justificación, parece estar ligada a una extraña necesidad de certeza infranqueable, una especie de vacuna para combatir la insoportable sensación que padecemos cuando no encontramos una respuesta racional a un asunto. Muy rara vez una persona contestará un “no se” cuando se le pregunte por la causa de un hecho. Cuando nos deja nuestra pareja, por la razón que sea, tendemos a contestar nuestras dudas de una manera tan lógicamente correcta como estúpida. “¡Entonces nunca me amaste!” o “seguro que ya estaba con otra persona” son las más utilizadas.

En varias ocasiones me he puesto a analizar los argumentos de las personas para con una idea o un hecho. He notado que con mayor o menor intensidad todos poseen una parte débil; Todos son permeables a una objeción. La balanza se inclina para un lado u otro dependiendo de la perspectiva con que se realice la observación. ¿Entonces donde se encuentra el meollo del asunto? Si todo argumento es factible a ser refutado ¿No existen argumentos cien por ciento válidos? ¿El consenso depende solo de la perspectiva en común que tenga la mayoría? Pensemos por un instante como cuestiones de gran peso como el racismo, los derechos de la mujer, la esclavitud, la pena de muerte –por nombrar solo a algunas- solo desaparecieron cuando la mayoría de la sociedad cambió su visión sobre ellas.

De alguna manera en la antigüedad todos los hechos naturales y desconocidos poseían, a falta del conocimiento científico, una explicación divina. Por lejana que parezca esta metodología se sigue aplicando en la actualidad con la diferencia de que ahora se trata de otro tipo de “dioses”. Los seres humanos tendemos a asociar los hechos de manera que nada ocurra “porque sí”, sino que todo esté lo más encadenado posible. De esta manera la vida pierde complejidad y se torna más sencilla a nuestros ingenuos e impacientes ojos.
Hoy en día se sostiene en muchas teorías que uno percibe el mundo a través de un sistema de representaciones, es decir, un conjunto de clasificaciones mediante las cuales ordenamos la realidad que nos rodea. Esto puede llegar a convertirse en un arma de doble filo ya que si este sistema se mantiene cerrado a nuevas reestructuraciones no solo se restringe fuertemente nuestra capacidad cognitiva sino que también se limita enormemente la comunicación.

Analizando históricamente este problema podemos decir que desde el renacimiento la razón, utilizando al Iluminismo como vehículo, se ha impuesto en nuestras conciencias. Como Moisés, el racionalismo había venido a liberarnos de la tutela religiosa encontrando en la modernidad un nuevo y amplio campo de aplicación: la ciencia. Contrario a lo que se esperaba la modernidad no cumplió con sus promesas y dejó en el camino huecos inevitablemente vacíos. Creo que en la actualidad la razón y la búsqueda de certeza son prioridades mayores en nuestros pensamientos. En algún momento la racionalización se instaló como estructura de percepción y amplió el horizonte del conocimiento dando esperanzas a que la verdad, absoluta y objetiva, era alcanzable y se encontraba cada vez más cerca. En este análisis no podemos dejar al margen al sistema capitalista y su afán por generar un ser humano individualista, asocial e insatisfecho. En fin.

“El hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma, de abrazar a mi especie en una criatura amiga”

F. Hörderlin

Con el paso de los años la personalidad de cada uno de nosotros se va conformando y haciendo más fuerte (por algo nuestros padres tienen esa rigidez imposible de quebrantar y que tanto nos molesta). Sin embargo, cada personalidad necesita rigurosamente de cierta certeza en su formación. Uno se maneja en la sociedad con máximas que son producto de nuestras experiencias. Algunas veces estas formas de pensar son más rígidas y otras no tanto. Es así como cada experiencia vivida muchas veces nos nutren y muchas otras nos vienen en contramano. Muchas veces nos cruzamos con personas que están tan arraigadas a sus ideas que por más fuerte que sean los argumentos que se le presenten estos no pueden poner ni siquiera en duda su forma de ver las cosas. ¿Podemos calificar esta postura como correcta o incorrecta? Creo que no, hacerlo implicaría polarizar la comunicación y engordar aún más la brecha entre ambas partes. Al relacionarnos, la incertidumbre juega un papel central. La conformación de “el otro” y la noción de lo ajeno muchas veces nos juegan en contra. ¿Cuántas veces evitamos el contacto con personas debido a que no comprendemos su modo de actuar? O mejor aún ¿Con cuántas personas con las que hoy en día mantenemos una buena relación al principio nos llevábamos “a las patadas”?.

El “mundo de las etiquetas” es un lugar placentero, de tentaciones por doquier. Sin embargo creo que lo que se pierde al clasificar a alguien, al “meterlo en la misma bolsa” que un conjunto, es nada menos que la particularidad. Se elimina por completo las características diferenciales de cada uno y con ellas la posibilidad de relacionarse. Si uno no esta dispuesto a arriesgar sus creencias se puede perder de las más extraordinarias maravillas de la vida. En fin.

“No cuestiones lo ya establecido”

Por lo general en el campo de la política, y sobre todo a través de los medios de comunicación, se simplifica la información con una impunidad que no debería nunca dejar de sorprendernos. Las versiones maniqueas de los asuntos políticos impuestas por los medios y repetidas por nosotros parecen responder a una demanda de comprensión de los hechos que en la mayoría de los casos carece de un análisis, por los menos, serio.
Lamentablemente una postura en la que no se contemplen verdades absolutas es bastante difícil de mantener ya que implica una actitud de resistencia constante que, con el tiempo, nos termina desgastando. Además, esta posición frente al mundo muchas veces es atacada socialmente. Por un lado los medios de comunicación, en general, muestran a la vida humana de manera fuertemente simplificada. Desde las publicidades, las películas y novelas, los noticieros, cuyas noticias son presentadas en su mayoría como “lo que hay que saber”, pasando por el contenido de los programas (tanto radiales como televisivos) hasta, en muchos casos, el arte mismo (si es que esto no se contradice con la noción misma del arte) reducen la vida humana a un mero conjunto de esferas predeterminadas (la familia, el trabajo, las relaciones amorosas, la infancia, la adolescencia y la adultez, la amistad, etc.) en donde uno posee una especie de repertorio finito de posibilidades (de tipos de relaciones, de tipos de problemas, de tipos de actitudes, etc.). Por desgracia, si a uno no le alcanza este repertorio está en graves problemas en una sociedad como la actual. Cada vez más se reducen más los espacios de debate, parece ser que directamente hay temas de los cuales no se hablan. El estímulo para la reflexión en la actualidad es prácticamente nulo.

“Es más fácil desintegrar un átomo que derrumbar un prejuicio”

Albert Einstein

Pienso que no aceptar la incertidumbre como parte de nuestras vidas implica cerrar muchas puertas, implica no permitirse nuevos caminos y sensaciones. Claro está que es muy placentero cuando sentimos que comprendemos el mundo y que podemos controlarlo. Sin embargo, muchas veces el mundo y el modo en que los percibimos no coinciden. De nosotros depende. El no aceptar verdades absolutas, desconfiar de las ideas ya impuestas, replantearnos nuestras propias creencias, desnaturalizar lo cotidiano, son prácticas que deberíamos ejercer con frecuencia. No se puede comprender antes de conocer. El prejuicio es uno de los gérmenes qua más afecta a la comunicación humana. La comprensión, mejor dicho la sensación de comprensión, no es un punto de llegada, sino que es un momento en el camino.

La incertidumbre se nos impone como una barrera obstaculizando el conocimiento. El camino más fácil siempre es quedarse en la seguridad de nuestras ideas y solo mirar al mundo. Solo saltando esta barrera se vive la realidad, pero corremos el riesgo de no comprenderla.

“Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que siempre nos salva”

Ernesto Sabato

martes, 2 de diciembre de 2008

Las manchas del Tigre / concurso Cross de mandíbula

Las Manchas del Tigre

Categoría: CRONICA
Concurso: Cross de mandíbula

Sin brújula ni tiempo.

El Mitre va lleno. Sillas de playa se chocan entre ellas y un niño juega con una pelota inflable desde la cual, Barney el dinosaurio violeta, me saluda. Hace media hora que salí de Retiro y según los cálculos del afiche semi pegado de una de las paredes del vagón, me faltan veinte más. Eran las seis y cuarenta de la mañana cuando recibí el último aviso y corriendo, con el bolso al hombro, intenté dilucidar cual era mi tren. Al no quedar ningún asiento vacío decidí sentarme en el piso como otras tantas veces ya había hecho.
Cuatro estaciones más adelante, en “Belgrano R”, mis amigos me esperan para que me asome por la ventanilla y les avise en que vagón estoy.

La última estación es la nuestra. La que tiene nombre de animal salvaje, “Tigre”. Bajamos y el tren se siente aliviado. Tanto barullo, a tan temprana hora, pone de mal humor a cualquiera, menos a nosotros.

Solo unos metros nos separan de la estación fluvial. Peleando con el cajón de cervezas y la bolsa de verduras nos acercamos a sacar nuestro boleto. Una habitación de techo alto ejerce su silencio. La cola no es larga pero lenta. Una señora se queja de la inoperancia del servicio público. La Estación Fluvial pertenece a la Municipalidad de Tigre y no está concesionada. El 27 de abril del 2000 fue renovada ya que solía ser la antigua estación ferroviaria. Con aires ingleses, parece pertenecer a esas maquetas donde la suciedad nunca está representada.

El tráfico en el Río Tigre es permanente. Las lanchas, con nombres pensados en familia, pasan produciendo un oleaje que marea a los que esperan en la lancha colectivo.

Como siempre llegamos tan solo dos minutos antes que parta y corremos hacia las escaleras, haciendo el alboroto suficiente como para que el guarda se de cuenta que aún no debe retirar la escalera.

El camino a la Airosa (la casa de mi amiga que cada tanto es invadida por nosotros) es fácil, pero lento. Colectivo, tren, lancha. Sin embargo, la inercia de la embarcación parece manejar nuestros cuerpos. Los rayos del sol, débiles todavía, sacan una sonrisa cuando la mano juega a ser pez en el agua.

Navegamos en dirección al Paraná de las Palmas. Cuarenta y cinco minutos de olas marrones que golpean contra un catamarán de los ochenta, sobrecargado por turistas de fin de semana. Me imagino cuantos viajes habrá hecho, cuanta gente habrá transportado. Los bancos de madera llevan inscriptos miles de historias de amor. “Mariana y Ramiro, ´92”, leo en uno de ellos. Paso el dedo por arriba y me imagino quienes pudieron ser. Una carcajada me despierta del ensueño y veo como un perro salta al agua para intentar alcanzar nuestra lancha. La escena me parece tragicómica. El tigre siempre me hizo recordar a las películas de Palito Ortega, donde grupos de estudiantes festejaban el día de la primavera. Palito subido al techo de seguramente la misma lancha en la que navego, cantaba “Viva la vida”. Tarareo la estrofa pero luego me pierdo nuevamente entre los yates que pasan queriendo mostrar su potencia.

La naturaleza se ve interrumpida por casas que flotan amablemente encima de palotes. Las inundaciones son muy frecuentes y la única solución es estar alto. Pero antes de esas casas, antes que Juan de Garay lo explorara y fundara Santa Fé y Buenos Aires, las comunidades canoeras guaraníes ya disfrutaban de un paisaje que hoy, sigue sorprendiendo. Por aquellos tiempos, el Paraná significaba “río pariente del mar” y las comunidades de aborígenes vivían de la pesca y el cultivo del maíz. No habían casas de piernas largas y el cambio climático tampoco producía tantas inundaciones.

Las orillas nunca se juntan. Eso siempre lo supe, pero el agua marrón que las divide me dan ganas de romper esa enemistad. Un poco más allá del coqueto restaurante El Gato Blanco, se vislumbra “La Airosa”, dos casas de madera unidas por una plataforma que previenen las inundaciones. No es mi primera vez ahí, pero como si lo fuera, esa paz que producen ciertos lugares ante un primer encuentro, me hace respirar profundo.

Apenas desembarcamos y un pequeño muelle nos recibe. Lo primero que hacemos es arrojar las cosas y tirarnos al agua. La lancha colectiva todavía se ve a lo lejos, pero ya nada importa. Jóvenes bronceados pasan demostrando sus habilidades en esquí acuático o haciendo girar con prisa desmesurada su moto de agua. Otros, no tan adinerados, recogen las botellas que flotan para así juntar unos pesos para comer. El argentino siempre se las arregla para subsistir y en las islas hasta el “cartoneo” se hace en bote o a brazada limpia.

Enseguida me arrepiento de haberme zambullido en esa agua fría y trepo por una de las escaleras del muelle. Me tiro al sol y pienso en lo hermoso que sería vivir cada día así. Pero dura poco. Irónico, pero una de las presas más depredadoras del Tigre, son los mosquitos. Cuando el fin de semana termine, no quedará brazo o pierna que no esté cubierto de ronchas rojas. De nada servirán los repelentes ni las antorchas de querosén. A ellos nada los detiene.

La tarde cae y los primeros mates son servidos. El barco almacén pasa y compramos los víveres suficientes para esa noche y la mañana siguiente. Pero al rato otra lancha aparece. Mis ojos no pueden creerlo, y sin que nadie entienda nada salgo corriendo mientras hago señas en dirección al río. Es la lancha heladería. Feliz, con mi premio en manos, vuelvo a la ronda donde todos miran incrédulos, como disfruto de mi helado.

El resto del fin de semana no tiene tiempo y la noción de espacio se va perdiendo. Lejos de los aparatos tecnológicos que suelen rodear nuestras vidas, y con el acompañamiento de una guitarra constante, que pasaba de mano en mano y de a poco se va camuflando con los sonidos de la naturaleza.

Las horas pasan y solo nos damos cuenta que es un nuevo día por que el sol se asoma por el río, como saliendo de una larga zambullida. Recién ahí decidimos descansar, pero no por que el sueño nos haya atrapado, sino por que los ojos, satisfechos, deciden guardar esa última imagen aunque sea por en sueños.

La vuelta, es un viaje de regreso hacia un lugar ya extraño. Todo se vuelve a acelerar, la gente grita, pero no de felicidad, y los carteles luminosos nos atacan, aun peor que los mosquitos. Dejamos atrás el pequeño puerto y nos acercamos a la estación del tren. Es martes al mediodía y la vorágine del mundo “civilizado” quiere comernos crudos.

Un mundo bipolar

En Tigre y San Fernando un muro separa a un mundo bipolar, donde los pobres trabajan de día en lujosas casas de countries para luego marchar a la miseria de sus verdaderos hogares. Yates privados se cruzan con pequeños barcos de pescadores que todavía intentan buscar su comida en aguas contaminadas ya hace tiempo.

De la estación de tren emergen dos seres, que por diferentes, no se sabría decir si ambos son humanos. Se miran con desconfianza. El hombre de traje prolijo y maletín de cuero se corre cuando un chico de tan solo ocho años pasa con su balde y trapo para limpiar los vidrios de los autos. Sin embargo algo tiene en común. Ambos trabajan ocho horas en la capital, para alimentar a su familia. Ambos vuelven cansados y con la mirada caída, pero su destino no es el mismo. Bien lo retrató Cristian Alarcón en su libro “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, donde la esquizofrenia de ésta sociedad sumerge al lector en una de las villas más peligrosas del partido, para demostrar que ahí adentro, la gente también vale la pena.

Entrar al Hospital Público de Tigre, es sentir que la realidad te pega una cachetada, de esas que te dejan el cachete a la miseria. La primera mamá que cruza el pasillo, comiendo un chupetín y escuchando música en su celular, no tiene más de quince y su mamá, futura abuela, apenas llega a los treinta. Van de la mano, como compañeras, sabiendo que las dos pasaron por lo mismo, seguramente a la misma edad.

La Doctora Raquel Sussman, directora general de hospitales del partido de Tigre suspira. Ella también camina por los pasillos, y ella también siente que la resignación y la injusticia suelen apoderarse, cada tanto, de su cuerpo. Casi la mitad de los partos en los hospitales públicos del Partido, son de menores de edad. Pero la doctora Sussman apenas tiene tiempo para prevenir y luchar contra la maternidad adolescente, la falta de insumos le consume la mayor parte del tiempo.

Tres jóvenes agachan la cabeza mientras el sermón de la doctora es escuchado en silencio. Los tres, en su afán de aprender, asistieron el parto de una mama de 17 años. Otra vez los insumos no alcanzan, y con los guantes, batas y demás instrumentos que usaron podrían haber asistido por lo menos otros dos partos mas. A los bebés hay que darles la bienvenida de a uno, así las cosas duran más.

Fernanda Montenegro, directora general del servicio de emergencias, se acerca con un café en la mano y ojos que ya asumieron el cansancio hace mucho. “Se ve de todo”, responde ante una pregunta un poco evidente y que ya ha sido escuchada demasiadas veces. Los adolescentes acuchillados o con tiros y las niñas violadas o con abortos mal hechos parece ser una moneda corriente que pocos desearían tener. La vida no es fácil y sobre todo cuando la pobreza y la marginación se repite día a día.

Caminando por la calle me vuelvo a encontrar con esa dicotomía absurda que trasciende edad y géneros. Uniformes extremadamente caros, e incómodos se mezclan con guardapolvos blancos, desalineados y gastados, que seguramente pertenecieron a hermanos o primos mayores.

- Cheto de mierda.
- Villera.

Es lo único que se llegan a decir. El “cheto de mierda” mira con indiferencia, se pone los auriculares del mp4 y sigue caminando, como si nada lo uniese o lo identificase con esa chica, de ojos enormemente negros que tiene su misma edad y que antes de su comentario grosero lo miraba con interés.

Pero entre tanta pobreza y desolación hay gente que quiere hacer algo para que ese muro que divide, sea, por lo menos, más bajito.

Las puertas de la escuela N°15 del Talar, Tigre, se abrieron mágicamente, como si ya hubiese estado adentro. Norma Roldan, Miriam Pujol, Elva Schiffer, Nélida Beatriz Mora, Carolina Cegovia y Miriam Cegovia, me saludan, ellas son madres, pero sobre todo maestras el corazón. A estas mujeres habría que llamarlas héroes por que cada día enfrentan casos de violencia familiar, adicciones y abandono. Para ninguna de ellas es fácil. Los chicos no suelen transmitir lo que les pasa y cada vez es más complicado acercarse. Pero junto a Miriam Camplese y Celia Becker, integrantes del Club de Leones de Pacheco, llevan a cabo el programa “Destrezas para la adolescencia”. El objetivo es fortalecer la personalidad de los jóvenes, levantar su autoestima y desarrollar la solidaridad. De esta forma, un grupo de adultos ayuda a los adolescentes a pensar que, a pesar de la realidad que les toca vivir, ellos podrán cambiar su futuro.

El Club de Leones de Pacheco es el encargado, desde 1995, de subvencionar y llevar a cabo el programa en las escuelas públicas de la zona. "Elegimos colegios en zonas de riesgo, donde hay problemas de violencia", comenta Nora Pujol, directora del comité de damas del club y encargada del plan de becas escolares. "En Pacheco hay muchas personas con bajos recursos, las mamás salen a trabajar o hay padres ausentes y los chicos van a la escuela solo por el comedor, este programa es su última posibilidad de encontrar la confianza en si mismos", explica Miriam. Los chicos pasan y miran curiosos, las caras desconocidas les generan desconfianza, pero más de uno me regala una sonrisa. Una voz tímida y finita, que pareciera no tener sexo hasta que miro hacia abajo, me pregunta si soy trabajadora social. Juan, que en verdad no se llama así, esta acostumbrado a que dos por tres una asistente del estado lo visite. Su papá ya no vive más con el y sus tres hermanitos, pero el nuevo novio de su mamá si. A Juan tuvieron que internarlo más de una vez por la cantidad de golpes que recibía de su padre y los que luego quisieron ocupar su lugar. La última, la golpiza fue tan fuerte que solo recuerda haberse despertado, días más tarde, en el Hospital de Niños.

Salgo de ahí con una sensación de querer estallar. Las historias de violencia familiar y violaciones parece ser cosa de los diarios, pero cuando esos chicos que sufren la aberración en carne propia pasan a mi lado, la piel se me endurece, los músculos se contraen y mi cerebro deja de funcionar. Uno se siente de más, absurdo, con ganas de gritarle al aire cuanta mala palabra se le ocurra. Pero por suerte existe gente que considera que las cosas se pueden cambiar. Estoy segura que el mundo es una construcción constante. Que cada uno de nosotros nos auto construimos, como también así a lo que nos rodea. Y como construcción nada es definitivo, nada es permanente. Como principio está bien, pero es necesario llevarlo a cabo. Como construcciones podemos cambiar, transformar, mutar lo que queramos. Aunque a veces nos parezca imposible, esa pequeña vuelta de tuerca que damos, sirve para que la “máquina”, funcione, aunque sea, un poquito mejor.

Lo mismo piensan Ángeles Larcade Posse y Roberto Sotelo, otras dos personas que más que una vuelta de tuerca, intentan girar el mundo.

Una habitación con calefacción y llena de almohadones recibe a los chicos del barrio Las Tunas, uno de las zonas más marginales y pobres del partido de Tigre. Uno a uno van llegando y pasan tan solo segundos antes que agarren un libro. Es el Centro de Capacitación Educativa de la Fundación Nordelta y el taller de lectura recreativa y creativa, “Donde viven los libros”, está por comenzar. Allí los libros se convierten en objetos cotidianos. Ángeles les lee un cuento acerca de un sapo enamorado y les pregunta a Leonel, un chico flaquito, de buzo grande y pantalones hasta la rodilla, y a Mauro, de esos galanes de quinto grado, que tiene a todas las chicas del barrio regalándole cartitas, si acaso ellos lo están. "Yo no pero Mauro tiene novias", dice Leonel con una sonrisa pícara mientras su amigo lo niega rotundamente con la mano, en un ademán de estrella de Hollywood prematura.

Varias caritas serias toman una decisión importante: cual libro agarrar. Los de buscar personajes son los primeros en desaparecer de las mesas. El resto sigue ordenados esperando que alguien los tome. Con el correr del tiempo irán desapareciendo de la mesa y emergiendo por debajo de los almohadones. A veces la lectura no es fácil. Las letras se confunden y dan más ganas de abandonar que de seguir leyendo. Es ahí cuando a “Donde viven los libros” comienza a tener sentido. "Buscamos hacer un trabajo de identificación, que los chicos aprendan a cuidar los libros y construyan su propio camino como lector", explica Roberto. Cada uno elige un libro por semana para llevárselo a su casa. En una ficha anotan su elección. "Esa ficha pasa a ser el testimonio de su historia como lectores. Al firmar saben que se están comprometiendo a cuidar y respetar los libros". El tiempo pasa y los personajes van tomando vida con las diferentes voces que Roberto les regala al leer. "¿Qué significa que no encontraba el coraje para hablar?" pregunta Fernando. Este es un de los pocos espacios donde no existe el miedo a la pregunta. Es la hora del cuento grupal. Ángeles agarra uno de los libros de Anthony Brown y todos los chicos lo reconocen enseguida. Hace varias semanas que están siguiendo las travesuras del mono Willy. Cada vez que uno de los habituales personajes aparece, los chicos sonríen y gritan su nombre. Es una lectura compartida, aunque a veces se desordenan y hablan a la vez, no es más que la excitación por decir lo que cada uno ha descubierto en una nueva página. Las risas parecen mágicas por que están rodeadas de palabras. El taller va terminando y los chicos que no eligieron libro para llevarse apurados, buscan uno. Yo también parto, pero con la certeza que, a pesar de la extrema pobreza que hay en la zona norte del conurbano, todavía hay gente con ganas de dar y hacer.

Fabrica de arte

Como la pobreza, el arte parece abundar en el Delta. El artista plástico Duilio Pierri me recibe en su casa. Marga, su doberman de tres años, intenta abalanzarse sobre mí pero un alambrado impide que su mandíbula llegue hasta mi pierna. Marga no es mala, solo está entrenada para proteger a Duilio y su esposa Maggie de Koenigsberg (también artista plástica) de una de las consecuencias de la pobreza, la inseguridad. La casa no es hermosa, pero su parque si. Camino, tímida, atrás de ese misterioso hombre que tiene el tic de mirar por encima de sus anteojos. Llegamos hasta su atelier, Un galpón que hipnotiza, atestado de pinturas gigantes que superan los seis metros de alto. Todo lo que hace Duilio es grande, como si su afán de mirar por arriba del marco carey, se hubiese trasladado a su pintura. La otra mitad de ese frío galpón corresponde a su mujer, y a simple vista uno se da cuenta la diferencia. Los pinceles, las brochas, los colores, no son los mismos. Del otro lado todo parece estar más ordenado, hasta los colores. La femineidad se siente en el popurrí del aire y los acrílicos no invaden los lienzas, los acarician.

“Cuando tu chico volcó el tarro de pintura roja sobre el piso recién lustrado de tu loft neoyorquino y no se te movió ni un músculo, comprendí hasta qué punto corría pintura por tus venas”, escribió alguna vez el crítico Rafael Squirru, refiriéndose a su amigo Duilio Pierri. Es que la pintura realmente corre por su sangre. Hijo único de los pintores Orlando Pierri y Minerva Daltoé, su abuelo materno fue el escritor, astrólogo y también artista, Juan José Daltoé. “No tengo un único principio ” admite Pierri, “cuando tenía tres años caminaba por el pasillo de mi casa y de cada lado tenía los estudios de mis padres. Me encantaba observarlos porque uno era realista y el otro abstracto. Esa fue mi primera disquisición artística ”. Su segundo comienzo fue cuando, con tan sólo 16 años, ingresó a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Declarado por sí mismo como un autodidacta clásico, Pierri dejó los estudios formales y se recluyó en su departamento a pintar. En 1980 viajó a Nueva York, donde vivió cuatro años. Allí continuó pintando con su estilo “comics” que lo caracterizaba por aquella época. Con un fondo neoyorquino, surgieron algunos de sus personajes más importantes como “Mosquitos ” y “Dedoman ”. En la actualidad Pierri se dedica exclusivamente a pintar paisajes. Entre sus influencias más notables se encuentra Kenneth Kemble, Miguel Ángel, y Van Gogh. “En mis cuadros predomina el manejo del color, como en la escuela veneciana”, explica Pierri, que es la cuarta generación italiana en el país. Pierri vive en Don Torcuato, donde comparte el taller con su esposa, la artista plástica Maggie de Koenigsberg. Apostó toda su vida al arte: “Siempre tuve fe en que si mi destino era ser pintor alguien me iba a comprar un cuadro ”. Intuitivo por excelencia, Pierri dice que en el arte sólo hay que dejarse llevar:“Como Miguel Ángel con sus piedras “.

Otra de las artistas plásticas de la zona es Soledad French. Fresca, mamá joven, y con unas ganas de hablar que parecen incontrolables. “Yo no cambié los pañales por los pinceles, logré integrar a ambos”, dice orgullosa Soledad, en una de sus frases que no parará de repetir. Esta mujer rubia, de un metro sesenta y 33 años bien llevados es una diseñadora gráfica que se retiró del mundo de la publicidad y el marketing para poder integrar sus dos grandes amores: el campo y su familia. French es vecina de San Fernando desde hace sólo dos años y su casa es una de sus obras más ambiciosas: de estilo antiguo y con amplias galerías, se ha encargado, junto a su marido, de remodelarla poco a poco. Comenzó a pintar en el 2000 cuando su padre se enfermó y se dedicó a cuidarlo. “Al principio la idea era decorar mi living pero la gente comenzó a encargarme cuadros y un día alguien golpeó a la puerta preguntando si ahí era dónde se vendían cuadros con temáticas rurales ”, cuenta, riéndose. Hoy realiza obras por encargo y expone en casas particulares. Sus pinturas se caracterizan por el realismo e hiperrealismo: “La idea es que la gente se acerque y dude si es un cuadro o una manta colgada en la pared ”. French admite que es de las que miran los cuadros a un centímetro de distancia para poder encontrarle la magia. “Estoy estudiando dibujo desde cero en la escuela de Guillermo Roux ”,dice French, y agrega que,“muchas veces uno se envicia y necesita volver a comenzar ”. Como proyecto personal está preparando una muestra representativa de distintas provincias a partir de objetos que cuenten la historia de cada lugar. Caracterizada por una paleta terrosa que refleja los colores del campo, French es una artista detallista y escenográficas. Sus primeras etapas fueron en lápiz y papel pero ahora pinta con polvo de mármol y acrílicos. Casada desde los 23 años, Soledad tiene tres hijos y un cuarto en camino. Se autodefine como una persona creativa, acepta que es una persona muy desorganizada:“Es como si viviese en un submundo en el cual busco, observo, pienso todo el tiempo para poder crear ”.

Sin embargo el arte también viene en embase chico. Una tarde de julio me encuentra en el patio de los Lorca, una familia donde la música no es lo que falta, pero tampoco sobra. Franco Lorca enchufa la guitarra eléctrica mientras que su hermano Facundo se sienta detrás de los platillos. Podría ser una típica escena de cualquier banda pero hay una diferencia: Facundo tiene apenas ocho y Franco, diez. Estos dos hermanos no son ni más ni menos que Zócalo, la banda que revolucionó el ciclo de música a la orilla del río “San Fernando Joven”. “Cuando era chiquito armaba mi propia batería con libros y cacerolas ”, cuenta divertido Franco, como si eso hubiese pasado hace mucho tiempo. Con tan sólo tres años ya tomaba clases de batería y a los cinco improvisaba solo en el altillo de su casa. Por su parte, Franco descubrió a los ocho años, tras escuchar un disco de los Beatles, que la guitarra era su destino.

En lo que va de la tarde el teléfono sonó por lo menos cuatro veces y todas eran llamadas de chicas que reían y piropeaban a los chicos. Con aire de importancia dicen al unísono: “todas las tardes es lo mismo, nos tiene hartos”.

Estos hinchas de Boca y Tigre saben de lo que están hablando.“Mi baterista preferido es Neil Peart, de Rush ”,dice Facundo y Franco agrega: “Stevie Ray Vaughan era un grosso ”, hablando de uno de sus guitarristas preferidos que justamente lleva en su remera. Además de hacer covers de Led Zeppelin, Deep Purple y los Beatles, los hermanos Lorca tienen canciones propias: “Describo mi vida a través de la música ”, cuenta Franco mirando hacia el cielo y pensando en los amores de colegio.

Los Lorca no se toman la música a la ligera. Ensayan al menos una vez por día y tienen clases todas las semanas. Sin embargo los chicos saben que si en la escuela no va bien, no hay guitarra ni batería que valga.“Primero los estudios ”, afirma mamá Miriam que, al igual que papá Fabián, de algún modo también es parte de Zócalo: saben todas las canciones y acompañan a los chicos en todo momento. Tomás, su hermanito de solo dos años, acompaña los ensayos con una guitarra de juguete. Cada tanto se lo escucha gritar: “Aguante Zócalo ”. No hace falta ni que se les
pregunte: de grandes quieren ser músicos.

Esa bendita ciudad

Son solo 32 los kilómetros que separan la Ciudad de Tigre del Obelisco. La primera vez que alguien habló sobre estas tierras fue en 1580. En un documento con fecha del 24 de octubre, Garay repartió las tierras a un grupo de hombres dispuestos a explotarlas y vivir de ellas. Varios labradores se dedicaron a la cosecha del trigo, mientras que otros se avivaron y comenzaron a contrabandear baratijas. Al principio, Tigre no se llamaba así. Garay lo nombró como el pueblo de las Conchas, por su cercanía con el río de mismo nombre, y que hoy se hace llamar Reconquista. No se tiene idea exactamente cuando fue renombrado como Tigre pero se cree que se debe a una historia de cazadores de yaguaretés que solían vivir en la zona.

La primera vez que pisé esa ciudad no me pareció gran cosa. Las veredas estaban un poco más limpias de lo normal, debo aceptarlo, pero sus edificios se me asemejaban a tantos otros. Era mi tercer día de trabajo como redactora del diario Clarín y debía hacerme conocer entre las instituciones públicas del lugar. Mientras algunas miradas me ignoraban y me hacían gestos con la mano, otros me convidaban galletitas y me acercaban una silla, sedientos de palabras.
A mitad de la tarde, y ya terminado mi recorrido, decidí conocer el Puerto de los Frutos. Mi mamá me había jurado y vuelto a jurar que yo ya lo conocía, pero al parecer el recuerdo no quería salir de su inconciente. Sin embargo, apenas entré, la memoria me jugó una buena pasada y me invitó a recordar cuando de chiquita, solía correr por los pasillos llenos de canastos de mimbre.

En el Puerto de los Frutos, lo que menos se encuentra son frutos. Artesanías de mimbre, caña y madera se amontonan en las veredas. Camino unas cuadras y sonrío al encontrar algo que ni mi mala memoria me podría hacer olvidar. Un juego de sillitas y mesa de caña, como para una niña de seis u ocho años, se vende a un precio extremadamente bajo. Enseguida, como fantasmas que todavía viven, nos veo a mi hermana y a mi sentadas, vestidas con ropa vieja de mi mama y con por lo menos veinte años menos, jugando a las muñecas debajo del nogal que teníamos en nuestra quinta de Moreno. El vendedor se acerca y me pregunta si quiero comprarla, que en la parte trasera de cualquier auto entra sin problema. Digo “no, gracias” y sigo caminando.
Me siento un tanto sola. Los únicos que caminan por el puerto, un día de semana, son parejas de recién casado que buscan muebles baratos para sus departamentos. Sin ganas de irme con las manos vacías, compro cien sahumerios por diez pesos y me siento a comer un sándwich a orillas del río. A lo lejos veo el Parque de la Costa, un enredo de metales que solían brindar diversión y que en su momento supo ser un éxito pero que hoy, despintado y con poca vida, ofrece sus juegos con poca convicción y demasiadas ofertas.

Antes de volver a Capital decido visitar el centro de San Fernando. Me desilusiona aún más que el de Tigre, pero los barrios más alejados me hacen pensar como sería vivir en un lugar tan tranquilo. Desisto, no toleraría tanto viaje cada día.

Abro los ojos y vuelvo la vista para atrás. El sol ya se retira. Los edificios que se van desdibujando y el naranja del ocaso forman el lomo de un Tigre acostado. La ciudad descansa y las aguas del río serenan su paso. Vuelvo a refugiarme en el asiento trasero del auto y pienso que no me molestaría volver pronto.